EDAD MODERNA
Desde mediados del siglo XV hasta finales del XVIII, la historia de Zarza la Mayor va a conocer dos de sus periodos más estelares, los cuales dejaran una impronta perfectamente reconocible para los tiempos posteriores: guerras con Portugal y creación de la Real Fábrica para manufacturación de la seda.
Comenzando por el principio de la cronología, la centuria del XVI fue el banco de pruebas para certificar, definitivamente, la estabilidad zarceña después de los vaivenes de una Edad Media que, en algunos momentos puntuales, había hecho peligrar la continuidad de la población. Así pues el milquinientos se caracteriza por el amplio crecimiento demográfico, que trajo de la mano un desarrollo urbanístico visible aún en nuestros días. Es por entonces cuando queda perfilada la fisonomía del municipio, que si bien conocerá algunos cambios más tarde, éstos se ceñirán al modelo implantado en las primeras décadas del XVI.
El pueblo olvida su encorsetamiento tras los muros medievales y se lanza a buscar nuevos espacios más allá de la cerca, que poco a poco ira siendo adsorbida hasta acabar por desaparecer. Surgen así los barrios marginales, preferentemente situados al noroeste, dónde el terreno es más favorable para construir casas y otro tipo de viviendas agropecuarias. El Egido y San Bartolomé son los mejores ejemplos de esta expansión.
Pero sin duda alguna, quien mejor representa la nueva savia que corre por las calles zarceñas son los edificios de carácter civil y religioso. Nos referimos en primer lugar a los palacios y mansiones solariegas de los vecinos más acomodados, los llamados hidalgos y labradores de hacienda. Son numerosas las familias que levantan sus solares a base de fachadas dónde prima la seriedad que otorgan los sillares de granito al conjunto, en el que destaca el escudo nobiliario, emblema del poder y tradición local, orgullo de sus portadores.

Y junto a estos edificios entre lo civil y lo militar, salpicando el entramado urbano se encuentran un coqueto grupo de ermitas que culminan su periplo en la Plaza Mayor, lugar en el que se erige la soberbia iglesia parroquial, centro neurálgico de la vida cotidiana zarceña. Todas estas construcciones van naciendo de la piedad y fervor popular, unas veces ex profeso por el interés de patronos particulares, y en otras ocasiones reaprovechando los restos de primitivos oratorios, reconvertidos ahora en modernas capillas: San Antonio, Santa Clara, San Bartolomé, Nuestra Señora del Castillo, y al final, la iglesia grande de San Andrés, magnífico ejemplo de mixtura entre religión y militarismo.
Con el apogeo urbanístico y demográfico, las formas de vida acentúan lo heredado de épocas pasadas. La mayor parte de la población vive, o malvive, del trabajo en el campo, pastoreando o recolectando, si bien en esta dualidad el ganado se lleva la mejor parte de un término municipal dedicado, principalmente, a los rebaños trashumantes.
Dados los aprietos, la sociedad se vuelca sobre el gran fenómeno del comercio con Portugal, aunque hay quien prefiere emigrar en busca de fortuna participando en la gran empresa de la colonización del continente americano. Los que se quedan optan por el contrabando como válvula de escape. La frontera zarceña se convierte en un escenario de intrigas con personajes legendarios: bandoleros, contrabandistas, partidas de escopeteros vigilando los pasos rayanos, mochileros cargando la mercancía a sus espaldas mientras caminan en la oscuridad de la noche por veredas secretas…. Un gran teatro dónde la argucia escribe el guión de la vida de los zarceños.
Van pasando los años y, paradójicamente, lo que había dado Portugal hasta entonces, con la llegada de un nuevo siglo, el XVII, también Portugal lo va a quitar con la misma facilidad. Es el momento guerrero por excelencia, del que tantas veces se ha hablado en las generaciones posteriores.
Desde 1640 a 1668, la Raya del contrabando se va a convertir en la Raya de los militares y de los aventureros. Zarza y su posición extrema frente a Portugal es el paradigma de la llamada Guerra de Restauración, mediante la cual el país lusitano busca independizarse de la corona castellana.
En los veintiocho años que durará el conflicto armado, los zarceños dejaran su sello de soldados valientes y vecinos forzados a sufrir la dureza de los ataques portugueses. Para ello, para mejor defender sus intereses, el pueblo vuelve a ceñirse el cinturón de las murallas, de las cuáles aún queda el recuerdo de la toponimia en calles como Fortín, Reducto, o Castillo Alto. No servirá de mucho este remedio, pues hasta por cuatro veces tocó a los zarceños soportar el asedio de tropas lusitanas, que intentaban conquistar la localidad a base de fuego y artillería. Y en dos ocasiones lograron su propósito.
La primera el 17 de mayo de 1644, si bien, tras entrar hasta el corazón del pueblo, los invasores hubieron de retroceder ante el empuje defensivo de los vecinos. Pero antes de partir hubo mucho destrozo, sobre todo el ocasionado en la torre parroquial, derrumbada con una explosión de pólvora mal almacenada y peor vigilada, sepultando bajo sus escombros a más de 300 zarceños.

En la segunda oportunidad no se pudo repetir la hazaña de retirar al portugués. Después de seis largos e intensos días de sitió, sin esperanzas de recibir socorro y con apenas medios de defensa, Zarza se rindió al enemigo un martes, 16 de junio de 1665. Después de aquella fatídica jornada sólo el fuego se adueño de las casas del lugar, que estuvo despoblado durante tres años, hasta que la ansiada libertad que buscaba Portugal trajo la paz haciendo olvidar tiempos pasados.
Como si nada hubiera ocurrido, sin guardar rencor ni clamar venganza por las atrocidades cometidas durante la guerra, tanto en un bando como en otro, los zarceños volvieron a sus casas, reconstruyeron lo destruido, entre ello la iglesia, que hoy nos ofrece su gran estampa con el recuerdo de la guerra en uno de sus laterales, y comenzaron sus nuevas vidas en el mismo punto en que las habían dejado antes de ser desocupados de ellas.
Pero, antes, existió un intervalo, un tempus interructus, que cortó el desbocado frenesí del crecimiento. Por fortuna no fue excesivamente duradero, aunque dejo también profunda huella. Nuevamente lo provocó la guerra y la cercanía de la frontera.
Se produjo durante el conflicto a la Sucesión española, a comienzos de la recién estrenada centuria del XVIII, cuando Zarza volvió a caer bajo el yugo de las armas portuguesas, lideradas esta vez por el Marqués de las Minas, que conquistó la población el 5 de mayo de 1705. Desde esa fecha hasta 1713 los viajeros que pasaron por aquí apellidaron vulgarmente a Zarza con el calificativo de La Quemada, dado su grotesco aspecto de abandono. Pero, por fin, la tragedia acabo, y todo regresó a la normalidad.
Y fue otra vez Portugal, y la frontera, y el contrabando la tabla de salvación.
Tanto empeño pusieron en su oficio los mercaderes y traficantes de telas, tabaco, cerámica y otras manufacturas, que la Hacienda Real del ilustrado rey Felipe V quiso premiarles otorgando la ubicación de un gran proyecto empresarial en suelo zarceño. Fue así como, en pleno siglo XVIII, se hizo realidad el establecimiento de la denominada Real Compañía de Comercio y Fábricas de Extremadura, con fecha de partida 1749. Muchas ilusiones despertó y muchas más se perdieron diez años después, con el cierre del negocio, entre otros motivos por la mala administración, pero sobre todo por la dura competencia del contrabando, que nunca claudicó su supremacía ante nuevos modos de comerciar. A nadie se le escapaba la creencia de que había demasiados intereses en juego.
Con el fin del sueño hubo un retroceso general a la pobreza de muchos y el acopio de poder en manos de unos pocos. Era el final de un tiempo que los historiadores llamaron Antiguo Régimen y que dejaba a Zarza y los zarceños ante unas dudosas expectativas para afrontar el futuro más inmediato.

